martes, 14 de octubre de 2025

Cuando el periodismo te protege de la publicidad


Aún hoy se imprimen anuncios que simulan -ingenuos ellos- la cantidad de texto que cabría esperar de una página del periódico al que pagan por camuflarse. Hacer publicidad que no lo parezca se basa en un principio verosímil -nadie compra un diario para ver anuncios- que embosca uno que lo es aún más -un anuncio que no sabe serlo, por cobarde, pueril o incapaz de decir lo que necesita decir de forma atractiva- no tiene más remedio que pretender ser otra cosa. En política sucede constantemente.

Una marca que finge no serlo tiene en anuncios como éste el más extraño reverso: un anunciante que apoya una medida aparentemente contraria a sus intereses -el control paterno de lo que Instagram oferta- es forzado a ser impreso solo si añade esa frase ignominiosa -éste es un anuncio político. Las marcas -algunas- han convertido en mensaje rentable su responsabilidad social corporativa. Y quizá es eso lo que penaliza el periódico que lo imprime: que no es un mensaje comercial sino institucional. El papel de la publicidad se ha degradado tanto -con gran esfuerzo por su parte- que un medio ya no sabe que eso -insertar tu mensaje en una prioridad pública- no es propaganda sino publicidad. Para ser propaganda el anuncio tendría que firmarlo una institución religiosa o un partido político. La advertencia patética que la marca se ve forzada a añadir es una señal de alerta al lector. Le dice que el mensaje no es mediocre o irrelevante como de costumbre, como se espera de un anuncio. Y que eso podría hacerlo especialmente sospechoso. Hay, así, dos menores de edad en ésta página.

lunes, 13 de octubre de 2025

Leer si el anunciante lee


La fe también mueve montañas de palabras. De haber sido presentado hace un año un anuncio con la mitad de texto del que éste imprime, el cliente que lo firma habría mirado con disgusto e incredulidad a la agencia, preguntando si no se han enterado de que ya nadie lee. En vano ésta habría contestado que algo que se imprime en un periódico es para quienes pagan por leerlo, puede que cada una de sus páginas. Miles y miles de palabras. Inconcebible.

La agencia habría eliminado casi todas las palabras, especialmente aquellas que tuvieran más posibilidades de ser leídas. Y cuando el anuncio -cualquiera de los que se imprimen hoy- albergara apenas diez o veinte, y ninguna imagen interesante que compense eso, el cliente aceptaría porque eso lo que la gente está dispuesta a leer, lo mínimo posible. Aquel para el que se hace el anuncio haría -hace- entonces lo que realmente se le está pidiendo: no hallar en esas diez palabras nada que merezca ser mirado, decidir que sobran todas. 

Cada parte de esa cadena de decisiones se consuela pensando que es lo único que está en su mano: el anunciante exige lo que hacen los demás. La agencia acata lo que necesita para poder facturar y seguir produciendo comunicación invisible el mes que viene. Finalmente, el público de todo ese esfuerzo solo tiene que ignorar a unos y otros. Es un pacto perfectamente engranado, una carrera hacia el suelo que se detiene súbitamente cuando dos marcas -Sabadell y BBVA- deciden simultáneamente que la gente sí lee. Y que basta decirles algo importante para que lo hagan. Por ejemplo, aceptar o no la opa de una entidad sobre la otra. 

Al contrario que el Sabadell, cuya comunicación es magnífica desde hace mucho (primero con SCPF y ahora con DDB Needham), el BBVA es parte de esa mayoría confortablemente nutrida que no considera importante su comunicación comercial, refugiada en los tópicos siempre disponibles y localizables en la publicidad de todos los demás. Simples y vacuos, sus anuncios son eso que un cliente pronuncia de otra forma -directos. Si nadie lee, ser directo es una ventaja. Otra es que nadie se hará preguntas sobre lo que estás diciendo, nadie te llamará de dirección preguntando qué quiere decir una metáfora, por qué exigir del lector que piense, por qué complicarse la vida -otro sustituto frecuente para defender las ventajas de la invisibilidad. Pero es esa misma dirección la que, una página más allá y en un anuncio con no menos palabras que éste, decide que al lector hay que pedirle que lea, que asimile, que ponga de su parte. Si yo quiero leerlo, es importante -parece decir al anuncio quien lo aprueba.