martes, 1 de mayo de 2012

gasolina con que apagar fuegos




Si el lobby hubiera de lucir orgulloso sus estatutos, podrían calcarlos de los que llenan el epígrafe de Responsabilidad social corporativa en las webs de petroleras, empresas armamentísticas, eléctricas, químicas y demás benefactores de la humanidad encargadas tanto del trabajo sucio –generar energía a costa del medio ambiente- como de ese trabajo hecho suciamente –despreciar formas menos contaminantes de lograrlo a favor de ingresos obscenamente altos.
No hace falta ser socio de Greenpeace o lobbista de algún movimiento pronaturaleza o solo prosensatez para sentir el olor que desprende la campaña de chevron que viene publicándose desde hace meses en todo el mundo, y que expone el compromiso de la multinacional con una contundencia tan eficaz en lo simbólico como… directamente sospechosa, irreal en quien haya leído un periódico alguna vez. Solo su perseverancia en salir en The Economist es pura inconsciencia.
Paradójica, magníficamente, también cuando es fallida la publicidad proporciona una ventana para asomarse a la compañía que la paga. Y ojalá hubiera más webs que, como chevronthinkswerestupid.org/weagree, animaran a colgar versiones reales de las campañas irreales que el dinero paga impunemente en medios de todo el mundo. 90 millones de dólares invertidos en publicidad dan para manchar millones de hojas en todo el mundo, esparciendo el mensaje. Poco comparado con la mancha que esparcen los 18 billones de dólares de multa (que chevron se niega a pagar) a que les condenara un tribunal ecuatoriano –donde la multinacional eligió ser juzgada en vez de en Estados Unidos- por destruir ecosistemas, envenenar el agua, arrasar poblaciones indígenas y expulsar a sus habitantes.
Refiere la web cómo la campaña logró confundir a algunos medios, que llegaron a publicar noticias sobre la campaña falsa creyéndolos reales. A quienes dirigen la compañía debe pasarles lo mismo. 

la voz prestada


El patetismo con el que la publicidad parece haberse puesto de acuerdo con sus espejos al sustituir su voz real –la de quien, pura y llanamente, aspira a dar algo que merezca la pena a cambio de tu dinero- por portavoces, explícitamente falsos -pagados para decir esa “verdad”-, llena las mañanas y mediodías televisivas de anuncios encarnados en señoras que pregonan, en una revelación interminable, las virtudes de un aerosol o un lavavajillas, con la credibilidad que tendría un alienígena hablando de las playas de Torremolinos. Hijo de esa costumbre es encarnar en casos reales lo que una compañía puede hacer por otra, los periódicos imprimen estos días el mensaje de fiabilidad presunta, o posible, de una volcado a través de los ojos reales de otra. No siempre ocurre, pero es inevitable ver en algunos de los casos la simulación de esa realidad –a alguien tratarán bien dado cómo me tratan a mí. 

we tried smarter

Una forma de entender la revolución creativa adscrita en torno al nombre Bill Bernbach en la publicidad norteamericana en la década de los sesenta es considerar la relación de la publicidad con quien había de exponerse a ella como un pacto de interés mutuo, algo que comprometía a ambas partes: a la publicidad, a tratar al lector como un ser adulto dotado de inteligencia, y a éste, a tratar a los anuncios con respeto proporcional. Es decir, con la atención que nos merece siempre algo que no nos prejuzga de idiotas solo porque viene a pedirnos dinero.

Eso se perdió con el auge de la televisión primero y con Internet después. La brevedad de lo que podía ser asimilado por un consumidor abrumado por la velocidad y la enormidad de la oferta pronto escogió la banalidad del resumen o su apogeo, la imagen como editorial, frente a la complejidad o la explicación del mundo como pregunta. Y posiblemente no tenía elección o las audiencias habrían impuesto otro criterio. En los despachos donde se juzgaba la imagen de una compañía se decidió que al consumidor no le interesaba la publicidad y que, en justo pago, ésta no tenía porqué fingirse interesado en la inteligencia del consumidor.

El reduccionismo trajo consigo cierta justicia poética, pues la invisibilidad de la publicidad –que es su puerilidad abrumadora- vino patrocinada por… la misma publicidad que durante décadas financió la deriva de la atención del público hacia formatos progresivamente más irrelevantes, más fugaces, más innecesarios. Lo que la televisión e Internet hacían lentamente por la jibarización de la atención del lector o el televidente fue minuciosamente pagado por quienes hoy, creado el monstruo, no saben cómo hablarle, qué hacer para que atienda.
Paradójicamente, es exactamente lo que Bernbach creó: una forma de insertar la publicidad en los medios que imitará el tono y contenido de la información entre la que se insertaba el anuncio. En 1960 consistía en insertar inteligencia. Hoy, solo más balbuceo visual lleno de ruido y furia, que, como el cuento contado por un idiota, en Macbeth, nada significa.
Bernbach dejó libros llenos de su logro. Y pocos habrán reproducido con más fidelidad y gusto permanente su lección que Toni Segarra allí donde ha pasado, de Contrapunto a Delvico, y de ahí a SCPF. El epicentro de su magnífico trabajo, que como en Bernbach es el de quienes le rodean, es tan simple como osado: creer que la razón por la que alguien se sienta delante de la televisión o abre un periódico es ser asombrado, enseñado, mejorado, tanto como pueda buscar ser entretenido o distraído de los problemas diarios. Que si el consumidor desdeña la publicidad es por hastío y no por rechazo fundado en razones objetivas.
También aquí la conexión con Bernbach, pues la publicidad raramente puede ser rechazada como objeto aislado si su integración en el medio es la adecuada. Se dirá que justo eso es el objetivo de la publicidad que nutre programas idiotas y periódicos indignos de ese nombre: asimilarse a lo patrocinado. Solo que la invisibilidad, como la presencia sólidamente arraigada, también está en la calidad de la atención que genera. Las moscas podrían ser de oro al posarse sobre la mierda y no por eso alguien se acercaría a mirarlas.
Inserto en medio del texto, se lee “Lamentablemente, lo que puedes leer en este anuncio sigue siendo apenas palabras, las palabras seductoras y amables de la publicidad” –Y lo que, en otros anunciantes, sería solo la prueba de que no han leído su propio anuncio, en uno firmado por la agencia de Toni Segarra es aún más asombroso, pues habla de la convicción que una agencia pueda trasladar a un anunciante para hacer justo lo contrario de lo que hacen todos: no dar, sino pedir. Pedir atención. O lo que es lo mismo, respeto a lo que se promete. Es decir, credibilidad.
Es una apuesta osada que tiene su más ajustada explicación en la primera frase del anuncio –“Vamos a ser claros”. Pues todo lo que viene a continuación –desde la imagen a la longitud del texto- contradice lo que para el resto de la publicidad significa eso. Claridad, claridad –resuena en los despachos donde se decide la suerte de ideas en todo el mundo. Pidiendo en realidad invisibilidad, lo logran: pasan meses hasta que uno advierte que El País imprime publicidad entre noticias.