viernes, 25 de abril de 2014

Para cuando despertemos



Un muro genera otros y a veces, un prodigio, también. El titular del anuncio arriba presentado es un guiño a un microcuento escrito por Augusto Monterroso hace décadas. Ni él, ni su mujer, Bárbara Jacobs, están entre lo más vendido del catálogo de Alfaguara, aunque ella compilara hace años una espléndida Antología del cuento triste y él figure adscrito al ciclón literario que llegó de Hispanoamérica en los 60. Pocos conocen ese microcuento y menos aún a su autor. Y sin embargo ambos son capaces de viajar hasta reencarnarse en ese otro dinosaurio frecuente –el anuncio de un banco. Ahí surge el segundo prodigio: un responsable de marketing, como cualquier otra persona, no tiene por qué asumir que su gusto, su saber, su cultura, sus fobias son suficientemente representativas del común popular. De las dos opciones –que conozca el microcuento o que no lo conozca- la interesante es la segunda, pues para aprobarlo se necesita algo que no abunda: entender que quien tiene el poder de decidir sobre la comunicación de una marca es solo un intermediario, que la agencia trabaja para que el anuncio sea visto, es decir, para quien no tiene el menor deseo de prestarle atención. No existe estadística capaz de afirmar el grado real de conocimiento de la frase que Monterroso inmortalizara, pero negarlo solo porque uno no lee o porque haber oído el cuento sea presuntamente propio de un sector minoritario de la población son formas de estrechar esa red que aparece dibujada, y cuyo enhebrado es, clásicamente, un ejemplo más de la habilidad pasmosa, por improbable, de SCPF por insertar en la publicidad partes del mundo que la mayoría desprecia. A Nabokov le habría gustado el anuncio. 

lunes, 21 de abril de 2014

un salto de fe




El trayecto que las marcas deportivas recorren cada día para ganar un centímetro de terreno a las que, vendiendo zapatillas como ellas, no se usan con el sudor de tu frente, discurre paralelo, aunque con menor pendiente, del que, con pasos más cuidadosos, transitan las marcas de moda que aspiran al dinamismo, la libertad y la energía asociadas, explícitamente, a las zapatillas cuyo logo viene del deporte y no de la moda. Ningún complejo lastra los intentos de una marca deportiva por acercarse a códigos de moda, porque el uso de unas zapatillas para salir a cenar no deja de ser una mejora, un añadido de las funciones que vienen en la caja. Más difícil lo tiene el desplazamiento hacia el deporte de una zapatilla firmada por una marca que solo las fabrica para salir a cenar, porque la marca se arriesga a rebajar su estatus, que viene a ser la razón de su precio, y no se juega con algo que cuesta tanto edificar. Lacoste es una marca tan sólida que resiste sin problemas el que su logo aparezca en prendas falsificadas y vendidas a la misma puerta del centro comercial en que se venden las auténticas. Pero eso no la convierte en moderna, o soluciona el inconveniente clásico que arrastra –su identificación con cierta clase social más bien conservadora. Que la forma publicitaria de saltar ese muro sea, literalmente, un salto hacia delante y al tiempo hacia abajo –gesto forzoso en todos los deportes- es un acierto abrazado a otros.

miércoles, 9 de abril de 2014

habrá alguien más bello que yo




La publicidad sufre cuando habla de la calidad de los espejos o de cómo debieras mirarte en ellos. Y detrás de éstos, sufre el anunciante que se expone a que la sugerencia se vuelva contra él, que antes y después de lanzar el guante, siquiera sea tan galantemente como aquí, se habrá refugiado en lo que necesita para vender: convencerte de que nunca fuiste más bello que cuando renunciaste a usar lo que oferta la competencia. Convocar la honestidad –que no necesitas la promesa porque lo que eres lo eres sin nada de lo que te venden para lograrlo- es una apuesta osada porque la publicidad vive de lo contrario. Y quienes la contemplan a ambos lados –cliente y consumidor- también. Esta es la verdad más peculiar: que aún más que el cliente que lo financia, quien más necesita creer en las promesas es quien no es capaz de vivir sin ellas, quien vive, sino para ellas, junto a ellas, en el mismo pacto con la ficción que preside nuestras relaciones con buena parte del mundo. Qué si no eso es la fe de quienes participan en el experimento por creer que un simple parche puede hacerte más bello, más feliz, más a gusto dentro de tu piel mientras el mundo trabaja afanosamente en ser más feo cada segundo.

martes, 8 de abril de 2014

Manecillas de Benjamin Button




Al adaptar a cine el relato de Scott Fitzgerald sobre un hombre que rejuvenecía a medida que su vida transcurría, David Fincher suprimió una parte turbadora que aquel ubicó en su historia –el recién nacido con los rasgos de un anciano, posee ya la inteligencia y la impaciencia de quien ha vivido mucho. Quizá para compensar,  el guión de Eric Roth añadió al principio un poderoso mecanismo simbólico que compensara la pérdida, en ese relojero ciego que fabrica un reloj para una gran estación de tren, esperado con expectación, y que al ser inaugurado, funciona perfectamente, pero hacia atrás, para honrar el deseo de que a quienes murieron en la primera gran guerra –su hijo entre ellos- pudiera devolvérseles el tiempo que ya no tendrán. Entre tantos engranajes sociales que, en la vida real, sirven para ralentizar o atrasar el tiempo que vivimos, o para anunciar tiempos que no tienen forma de llegar, un mecanismo que no toma partido por el futuro o por el pasado es un lujo extraño.