Un
muro genera otros y a veces, un prodigio, también. El titular del anuncio
arriba presentado es un guiño a un microcuento escrito por Augusto Monterroso
hace décadas. Ni él, ni su mujer, Bárbara Jacobs, están entre lo más vendido
del catálogo de Alfaguara, aunque ella compilara hace años una espléndida
Antología del cuento triste y él figure adscrito al ciclón literario que llegó
de Hispanoamérica en los 60. Pocos conocen ese microcuento y menos aún a su
autor. Y sin embargo ambos son capaces de viajar hasta reencarnarse en ese otro
dinosaurio frecuente –el anuncio de un banco. Ahí surge el segundo prodigio: un
responsable de marketing, como cualquier otra persona, no tiene por qué asumir
que su gusto, su saber, su cultura, sus fobias son suficientemente representativas
del común popular. De las dos opciones –que conozca el microcuento o que no lo
conozca- la interesante es la segunda, pues para aprobarlo se necesita algo que
no abunda: entender que quien tiene el poder de decidir sobre la comunicación de
una marca es solo un intermediario, que la agencia trabaja para que el anuncio
sea visto, es decir, para quien no tiene el menor deseo de prestarle atención. No
existe estadística capaz de afirmar el grado real de conocimiento de la frase
que Monterroso inmortalizara, pero negarlo solo porque uno no lee o porque haber
oído el cuento sea presuntamente propio de un sector minoritario de la población
son formas de estrechar esa red que aparece dibujada, y cuyo enhebrado es, clásicamente,
un ejemplo más de la habilidad pasmosa, por improbable, de SCPF por insertar en
la publicidad partes del mundo que la mayoría desprecia. A Nabokov le habría
gustado el anuncio.
viernes, 25 de abril de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
un salto de fe
El
trayecto que las marcas deportivas recorren cada día para ganar un centímetro
de terreno a las que, vendiendo zapatillas como ellas, no se usan con el sudor
de tu frente, discurre paralelo, aunque con menor pendiente, del que, con pasos
más cuidadosos, transitan las marcas de moda que aspiran al dinamismo, la libertad
y la energía asociadas, explícitamente, a las zapatillas cuyo logo viene del
deporte y no de la moda. Ningún complejo lastra los intentos de una marca
deportiva por acercarse a códigos de moda, porque el uso de unas zapatillas
para salir a cenar no deja de ser una mejora, un añadido de las funciones que
vienen en la caja. Más difícil lo tiene el desplazamiento hacia el deporte de
una zapatilla firmada por una marca que solo las fabrica para salir a cenar,
porque la marca se arriesga a rebajar su estatus, que viene a ser la razón de
su precio, y no se juega con algo que cuesta tanto edificar. Lacoste es una
marca tan sólida que resiste sin problemas el que su logo aparezca en prendas
falsificadas y vendidas a la misma puerta del centro comercial en que se venden
las auténticas. Pero eso no la convierte en moderna, o soluciona el
inconveniente clásico que arrastra –su identificación con cierta clase social
más bien conservadora. Que la forma publicitaria de saltar ese muro sea,
literalmente, un salto hacia delante y al tiempo hacia abajo –gesto forzoso en
todos los deportes- es un acierto abrazado a otros.
miércoles, 9 de abril de 2014
habrá alguien más bello que yo
La publicidad sufre cuando habla de la calidad de los
espejos o de cómo debieras mirarte en ellos. Y detrás de éstos, sufre el anunciante
que se expone a que la sugerencia se vuelva contra él, que antes y después de
lanzar el guante, siquiera sea tan galantemente como aquí, se habrá refugiado
en lo que necesita para vender: convencerte de que nunca fuiste más bello que
cuando renunciaste a usar lo que oferta la competencia. Convocar la honestidad
–que no necesitas la promesa porque lo que eres lo eres sin nada de lo que te
venden para lograrlo- es una apuesta osada porque la publicidad vive de lo
contrario. Y quienes la contemplan a ambos lados –cliente y consumidor- también.
Esta es la verdad más peculiar: que aún más que el cliente que lo financia,
quien más necesita creer en las promesas es quien no es capaz de vivir sin ellas,
quien vive, sino para ellas, junto a ellas, en el mismo pacto con la ficción
que preside nuestras relaciones con buena parte del mundo. Qué si no eso es la
fe de quienes participan en el experimento por creer que un simple parche puede
hacerte más bello, más feliz, más a gusto dentro de tu piel mientras el mundo
trabaja afanosamente en ser más feo cada segundo.
martes, 8 de abril de 2014
Manecillas de Benjamin Button
Al adaptar a cine el relato de Scott Fitzgerald sobre un hombre
que rejuvenecía a medida que su vida transcurría, David Fincher suprimió una
parte turbadora que aquel ubicó en su historia –el recién nacido con los rasgos
de un anciano, posee ya la inteligencia y la impaciencia de quien ha vivido mucho.
Quizá para compensar, el guión de
Eric Roth añadió al principio un poderoso mecanismo simbólico que compensara la
pérdida, en ese relojero ciego que fabrica un reloj para una gran estación de
tren, esperado con expectación, y que al ser inaugurado, funciona perfectamente,
pero hacia atrás, para honrar el deseo de que a quienes murieron en la primera
gran guerra –su hijo entre ellos- pudiera devolvérseles el tiempo que ya no
tendrán. Entre tantos engranajes sociales que, en la vida real, sirven para
ralentizar o atrasar el tiempo que vivimos, o para anunciar tiempos que no tienen forma de llegar, un mecanismo que no toma partido por
el futuro o por el pasado es un lujo extraño.
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