martes, 25 de noviembre de 2014

retrato de un cisne




Casi tanto como esperar ver a una multinacional acceder a pagar sus impuestos, dar un paso atrás en la relación del mundo con los prodigios ligados a sus productos es una rareza publicitaria en general, y más asombrosa en sectores –detergentes o productos de belleza- que viven clásica y mayoritariamente de tomar por idiotas a quienes miran sus anuncios sin que eso parezca afectar a su cuenta de resultados. Nadie que no ensucie su ropa compra un detergente y nadie que no se sienta a disgusto con alguna parte de su cuerpo compra un producto de belleza, pero mientras lo primero es cada vez una lección normalizada dentro de la publicidad de quienes venden limpieza, lo segundo sigue siendo un tabú al que engorda todo, desde la talla imposible de quienes la lucen en los anuncios, a las promesas ilusorias refugiadas en listas interminables de proteínas que aspiran a hacer por el sector lo que los botones del mando de distancia luchan por contar del aparato al que sirven. Por eso la campaña de Dove, que incluye más videos y no peor hilvanados que éste espléndido, es un extraordinario ejercicio… de sentido común al servicio del uso realista de una crema. Y un inusual acto de autoestima de la publicidad del sector. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

lotería de cada día




Como ocurre con la propaganda electoral, donde los carteles de un año sirven para calibrar la distancia recorrida por un país desde la últimas elecciones, la campaña de loterías de este año ilustra esa otra cualidad –que tanto comparte con el ejemplo previo- de la ilusión puesta al servicio del cambio por venir: cuán tanto puede pulsar la tecla del menos pudoroso acerbo folclórico nacional (de ahí el patetismo del anuncio del año pasado, puesto en manos de Bustamante o Marta Sánchez) como recurrir a la generosidad criada en la escasez, tal este año. Paradójicamente, cuanto más irreal el producto –la suerte necesaria para ser agraciado con millones de euros- más verosímil la herramienta elegida para contarlo, pues ambos –el tipismo más zafiamente sentimental y la solidaridad en mitad del éxito- son, respectivamente, obvios y posibles. Eso pese a la apuesta por lo inverosímil del asunto que encierra el que quienes vienen de comprar la idea de este año fueran los aprobaran el año pasado semejante espantajo publicitario.  
Quizá porque ese misma noria del criterio podría deberse a lo difícil que es manejar o siquiera entender la ilusión en tiempos oscuros, el anuncio de este año incluye el más sorprendente elemento en una campaña navideña que aspira a cambiar la vida de quienes crean en ella: la desolación. Que en el rostro del protagonista no se debe a no haber comprado el décimo justo el año que toca, sino, como muestra el anuncio previo de la campaña, a que poca ilusión puede quedarle a un hombre hoy día a estas alturas del periódico diario. La cuota de mentira del anuncio –el gesto de generosidad fiel del dueño del bar- funciona como lo hace –bien- solo porque todo lo que hay antes de ella es pura verdad: no tanto el contraste tan explícito entre la tristeza más inconsolable y la alegría más incontenible, sino algo que es realidad en vena: el trayecto diario que separa cada minuto a quienes lo tienen todo y a quienes nada. Por eso, el anuncio real de todo esto, que acaba vendiendo el resto del año “de ilusión también se vive” este año permite tan bien su versión endulzada: a condición de decir la ficción a la cara de la misma verdad.