jueves, 30 de junio de 2011

reza para que no cambie nada más



Una visión recomendable de un anuncio que reúne en 30 segundos años de inversión millonaria es imaginar hacia atrás el proceso que habrá ido añadiendo valor al producto final: cómo las decisiones, al obedecer a una demanda calculada, van cargando de peso la decisión última y más dolorosa –reducir los años aventurados de esfuerzo y gasto a un gag que deje el coche en cuatro o cinco segundos de presencia publicitaria. Hay terror en ese sacrificio, y ello explica que el 99% de la publicidad sea dinero tirado por tantos que piensan que, al interés puesto en desarrollar un producto, el consumidor ha de responder con idéntica atención, cuando no expectación para ver la bobada minuciosamente preparada por el departamento de marketing correspondiente. Como la mayoría de ideas que contiene ese restante 1%, el anuncio de Wolkswagen es menos brillante por lo que enseña –que también- que por lo que deja fuera. Reducir a un mero plano de apertura a distancia las cientos, quizá miles, de páginas sobre estrategia de marketing que la marca haya producido en el proceso de definir el coche como “familiar” es un acto de coraje de cara a los accionistas y el único realmente rentable de cara al público al que se dirigen. Mutilado y reconstruido, más poderoso que antes de la operación, Annakin Skywalker es pura fuerza publicitaria.

martes, 28 de junio de 2011

que los socios te acompañen




Una fuerza que tiende al mal con la misma intensidad que hacia la virtud. El mal que engendra el bien, que trata de atraerlo hacia sí, la visibilidad del imperio contra la invisibilidad de la resistencia… el arte imita la vida o la encapsula. Es más prudente, mejor razón publicitaria, ir contra una marca de automóviles que contra el símbolo mayor, la estrella real, de lo que ésta dice del mundo en que vivimos, donde la fuerza oscura tira de nosotros hacia supermercados, tiendas, concesionarios o fondos de inversión. Si el bien fuera obtener otras cosas distintas en vez de renunciar a unas peores, habría más Jedi que árboles. Y la austeridad del monje que reluce en Ben Kenobi es más sencilla en trece horas de celuloide en las que nunca se ve a nadie entrar en una tienda a comprar algo… que no sea una persona. Ni la valentía de emplear personajes y conceptos sometidos a un rigurosísimo control de derechos de propiedad, ni la frescura añadida en el volcado a anuncio borran la noción de que los bandos representados son apenas, en el mundo real, el de uno contra su conciencia. Simple y llanamente, el lado oscuro es el de la prosperidad. La fuerza que te acompaña es una, pero la que te lleva de un lado a otro es otra. Por eso la campaña, como tantas que involucran la moral colectiva, es mil veces más clara y asumible que el problema que afronta. Es decir, gozosa, abrillantadamente, mil veces más impotente.

lunes, 20 de junio de 2011

El prescriptor como ingrediente



Se aprueba una ley de prevención de la obesidad infantil que, entre otras medidas, incluye poner coto a los médicos que nutren los anuncios de televisión mientras los productos fingen nutrir a quienes los consumen. La deontología publicitaria halla siempre una piedra enésima delante de la que quitas porque, asumido el marketing como la lupa puesta sobre la esquina buena, el prescriptor es elegido no pocas veces para sustituir a aquellos ingredientes que están mejor callados.
Y sin embargo, con todo su poder, es el lado débil del problema: un prescriptor es solo alguien que hace lo que le dicen que haga, y eso le equipara con el consumidor, cuya actitud fofa ante la publicidad es el problema real: ni siquiera el anuncio mejor hecho dura lo suficiente como para ser apenas un suspiro en nuestra atención gastada diariamente. Si 30 segundos de retórica sabida bastan para modificar nuestra opinión sobre lo que 3 minutos de reflexión nos bastaría para vivir inmunes, entonces es que no nos merecemos una ley que nos proteja de la publicidad, sino una que nos obligue a volver al mismo colegio de la que esa publicidad se proscribe, hasta que aprendamos a distinguir verdad y patrocinio.

El medio es la montaña


Hillary es Clinton desde hace dos décadas, y Norgay suena al movimiento homosexual noruego. Y aún así. Insertos en The Economist esta semana, 58 años después de ascender el Everest, ambos pertenecen al periodismo antes que a la publicidad. Quizá por eso su presencia, y la inversión de su valor en las hemerotecas, donde Norway es el secundario, aspiran a ese hábito del periodismo -y prodigio en publicidad- que es pretender que la historia que se cuenta no termine en la primera línea del texto, ligada a esa aspiración mayor: que quien afronta la página haya de llegar hasta el final del texto para entenderla. Entre nosotros, la publicidad perdió ese don hace décadas a base de apilar montañas de futilidad, ante las que el lector pasa de largo con razón, pues si las páginas de un periódico debieran servir para desentrañar el mundo, las pagadas por la publicidad, expulsado su público de ellas, apenas sirven ya para financiar el periodismo.
Al fundar su mensaje sobre el personaje secundario, la marca que paga el anuncio no solo es valiente en el sentido obvio –quién recuerda hoy a Hillary el escalador-, también en ese otro camino, que tanto se parece a bajar esa montaña tras haberla subido: en cómo lo que una marca quiera contarte pudiera exigir de ti esa cualidad inesperada: la misma curiosidad por la que llegas a esta página, viniendo de otra, yendo a la siguiente.

pastillas para los frenos de dentro



“Te mueres tan despacio que no sabes si estás vivo” –decía un titular glorioso, impreso en un anuncio de Remo para una agencia de viajes, hace años. Los tratos con la muerte son la pastilla instantánea de frenos en la mente de un anunciante, y que el producto que la enuncia tenga relación posible con matarse solo añade mérito a lo que, ya en boca de un fabricante de caramelos, es un milagro de la probabilidad publicitaria. Un coche sirve para llegar antes a la vida y a la muerte, y que la exaltación de la primera pase por mentar la segunda es un tabú que, planteado a un anunciante, habrá matado el anuncio en el acto sin que la fórmula elegida para contarla –siquiera como antídoto- desplace un ápice el ánimo de quienes, como si viniera con el cargo, creen que la publicidad consiste en vender cosas que pagas en un mundo y al parecer usas en otro. Solo que morir es algo más que dejar de respirar, uno puede lograrlo a la velocidad exacta de la que hablaba el anuncio de Remo y seguir levantándose por la mañana. Inanes, esterilizados hasta no transportar sino el énfasis, pueriles, 9 de cada 10 anuncios nacen muertos y pasean ese olor concreto por televisiones, periódicos y radios sin que a sus responsables parezca importarles demasiado. Un freno que detiene el producto veinte centímetros antes del impacto es un logro. Uno que lo detiene un kilómetro antes de llegar a alguna parte es un desastre.

la plastilina mala

De lo publicitario como molde social en dos comentarios, publicados en El País 18 y 19.6: de José María Ridao el primero, acerca del movimiento juvenil -aunque no solo- que estos días toma las calles para protestar: … “una juventud que, hasta ahora, había crecido entre elogios publicitarios a su condición, por más que no se tradujeran en medios de vida a la altura de su formación y de sus expectativas.” De Ricardo Piglia el segundo, entrada de su diario: “viaje a Buenos Aires. No bien llegamos a la sala de embarque ella se aísla en su ipod. No soporta la exaltación de los argentinos que se amontonan ahí. Todos usan un tono canchero y sobrador, aprendido en los anuncios de publicidad y en el estilo de los actores argentinos.”

miércoles, 8 de junio de 2011

there can only be two



Una paradoja atraviesa el deporte como lo hace con la literatura, el cine o la pintura: uno puede obtener la inmortalidad… y también prestar el alma para que, una vez desaparecido, otros se reencarnen en ti. El adn de la rivalidad deportiva tiene nombres, nacionalidades, camisetas, escenarios que, en virtud de la brevedad de las carreras, viven dos, tres, cuatro vidas simultáneas –una en quienes sostuvieran cada una de las eras previas, otra en quienes protagonizan la actual. El tiempo embellece el pasado sin que podamos evitarlo. Y lo que el deporte fomenta –que para favorecer a uno hayas de ir contra el resto- tiene en la propia memoria del deporte el antídoto: uno pasó noches viendo a los Lakers jugar contra Boston, o viceversa. Y dos décadas después de aquel prodigio, ambos son la misma cosa, el mismo afecto. La razón por la que uno adora este deporte se ha fundido en sus caras como el anuncio ilustra. El producto que uno amaba ha acabado, así, por ser, no el equipo, sino el deporte. Hablando de rivalidades, el anuncio habla en realidad de proximidad, de cosas en común. Lo que importaba entonces, importa ahora –dicen ambos, al unísono. Valiosa, emocionantemente, ninguno de ellos habla de la camiseta que viste.

La virtud de no pedir


Si la política se basa en ello, porqué no habría de hacerlo la publicidad: puede ocurrir que para decirle al consumidor que no sea tonto y compre donde necesitas, halles ese grial de la estrategia que es… llamárselo. Como si el precio de la atención –su valor- hubiera de padecer los mismos recortes que los precios que vienen impresos en el folleto, la electrónica de consumo que va por detrás del líder del sector ha clonado fácilmente el cuerpo del delito –un suplemento retractilado con el periódico el domingo- pero sufre al intentar reproducir el alma, y si uno de sus competidores viene de mostrar durante años a un niño superdotado en el intento de superar la apelación a la inteligencia que es el grito de guerra del líder, el tercero en discordia es un caso de estudio: para superar la lucidez en la elección ha hallado… la avaricia como motor. No la selección sino la acumulación. Uno no imagina el documento que explica las ventajas de pretender vender una lavadora a alguien a quien vienes de llamar avaricioso de primeras, vicioso acto seguido, asi que es más sencillo imaginar que todos aquellos que han tenido que aprobar esa idea no estuvieran en la reunión ese día. O que la genialidad viene de arriba, de alguien que no necesita pasar filtros. Indirectamente, como si los caminos de un sector fueran redondos como la tierra, es un triunfo que le llega al líder por la espalda, pues si yo no soy tonto ha de ser porque, no muy lejos, hay quien se esfuerza en serlo.