En mensajes
miméticos de los que, como en deutsche bank, firman societé genérale, royal
bank of scotland, jp morgan o citigroup, el compromiso de ganar tu confianza
cada día es, como certifican los 1.712 millones de multa impuestos a las seis
entidades por la Comisión Europea, solo una idea adecuada impresa en el reverso
de otra delictiva, un cartel secreto oculto tras otro público, puesto éste en
miles de escaparates. De qué forma, sin la confianza –es decir, la renuncia a
hacerse preguntas o a creerse las respuestas- de sus clientes, podría un banco
que viene de estafar durante tres años a sus clientes presumir al mismo tiempo
de ser la entidad mejor valorada por esos mismos clientes desde hace siete. Ni hecho
adrede podría ese eslogan de compañía –a passion to perform- describir mejor la
simulación, la interpretación teatral con que, de septiembre de 2005 a mayo de
2008, con una mano esos bancos manipulaban los tipos de interés mientras con la
otra garantizaban al cliente el pago justo a cambio de esa confianza. Al
manipular a conveniencia el euribor, índice de referencia en millones de
operaciones de inversión, de compraventa o hipotecas, los bancos multados
encarecieron el coste de cualquier préstamo, al tiempo que vulneraban la
prohibición de pactar precios que rige para cualquier mercado, como prueban las
continuas multas impuestas desde la Comisión de competencia en todos los
sectores posibles. Como dice el cartel, el servicio es una actitud, es decir
una disposición de ánimo, una entre muchas, como acaba de hacer pública la Comisión
europea. Una más: el año que viene, el banco en cuestión –que es el mío, por
cierto- volverá a poder imprimir la leyenda sobre calidad de servicio. Tan
cierto como que un día no muy lejano, la Comisión Europea volverá a imprimir un
dictamen similar.
viernes, 20 de diciembre de 2013
viernes, 13 de diciembre de 2013
Xenu, el sabio
Discretamente camuflada en una decisión judicial tomada
por el Tribunal Supremo británico, que acaba de dictar cómo “la religión no debería estar confinada a
religiones que reconocen a una deidad suprema”, la decisión de admitir la
cienciología como una religión la
barniza al mismo tiempo de la irrelevancia que pueda tener una fábrica de
lavadoras que no las fabrique. Despojada así de su condición de ciencia
espiritual sin la ecuación principal, reluce sin pudor como ficción hecha a
medida para una religión… cuyo profeta –ron hubbard- es un escritor de ciencia
ficción que dejara escrito cómo la génesis humana se originó hace 75 millones
de años, cuando “Xenu, dictador de la
Confederación Galáctica, trajo miles de millones de personas a la Tierra en
naves espaciales. Los desembarcó alrededor de volcanes y los aniquiló con
bombas de hidrógeno. Sus almas se reunieron en grupo y se fundieron entonces con
los cuerpos de los vivos”.
Que
su publicidad trate de rescatar la primera derivada de ciencia –conocimiento- y
centrifugue las definiciones en ese batiburrillo de imágenes que nutre
cualquier anuncio de refrescos, informática o publicidad gubernamental al uso, no
oculta el patetismo en defender la ficción como algo más solvente, donde “conocimiento”, a falta de algo más
comprobable, o apenas más verosímil, es solo “lo que ves, lo que sientes, lo que sabes que es verdad”. Más claro
aún, donde “lo que es
verdad es lo que es verdad para ti”. Incluso sin ese manual de instrucciones, anuncio y anunciante son, nítidamente,
algo que, desechado el Supremo, merecerían justo lo que queda: un tribunal.
miércoles, 11 de diciembre de 2013
pata de palo ajeno
Proféticamente,
la piratería en su estado clásico se extinguía del mundo casi al mismo tiempo
que la publicidad masiva se asomaba a él, como un sustituto perseverante y sin
los problemas de imagen de aquella. El saqueo tiene hoy sucursales, visibles y
virtuales, tan ubicuas que la publicidad coexiste entre nosotros como un
arqueólogo más, ni el más avezado ni el que más hondo excava. El lanzamiento de
un ordenador personal exhumaba, hace apenas veinte años, a Gandhi y a Einstein
entre otros; la música de Beethoven, Wagner o Purcell está hoy al servicio de
cualquiera que la quiera emplear para anunciar una lavadora o un detergente;
Leonardo, Durero o Rubens pintaron, sin saberlo, para marcas de neumáticos, refrescos
o gafas de sol. Todo en orden, con sus permisos correspondientes y la inmunidad
que da saber que si la resurrección de los muertos se produce, antes irán
aquellos a un bar o a un parque que en busca de quienes profanaran su obra,
siglos después. Pudiendo significar justo lo contrario, la línea de carteles
que Davide Bedoni viene realizando a base de insertar el logo de una marca de
zapatillas en lienzos antiguos es solo más de lo mismo. Y al mismo tiempo, su
superación: ocupando la imagen con un logo cuyo tamaño raramente una marca
aprobaría, es más que una apropiación, una invasión que ni siquiera necesita
del mecenazgo publicitario para darse. Ni esa marca ha encargado el cartel ni cabalmente
lo aprobaría. Es una acto de piratería que no necesita del argumento, de las
necesidades de la piratería. Es gratuito. Si es también atractivo es porque la
invasión es mutua. No habiendo razones para pensar qué pueda aportar la marca a
la imagen, la marca tiene derecho a hacerse la misma pregunta: qué hace este
siglo en mi logo.
para c
que probablemente prefiere la idea a este texto
y probablemente acierta
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