martes, 15 de marzo de 2011

una misma ola



Con la discreción con que un racimo de nubes más oscuras se abren paso en el cielo cubierto de Madrid a estas horas mientras otras no muy distintas se esparcen por la geografía japonesa llevando en ellas la ruina radioactiva, el ejemplar de The Economist que tiene impreso en portada el día que el tsunami arrasara Japón, incluye en sus páginas centrales este anuncio de Statoil en el que unas olas no muy distintas de las que arrasaran la costa japonesa… discurren sin alterar la plataforma extractora de gas, cuyos anclajes, a cientos de kilómetros de tierra firme, desearía ahora la central nuclear de Fukushima, a minutos de ser Chernobyl. Enchufarse a una ética de la que no obtiene beneficios no es maniobra esperable de una compañía, eléctrica o no, que, como todas, vive de vender su producto, como la energía nuclear vive de hacer lo propio con sus kilowatios. Y sin que eso signifique que se alegren de la tragedia, la catástrofe nuclear japonesa es una buena noticia para una compañía que abastece de energía extraída del fondo del mar. El próximo ejemplar de The Economist estará en los kioscos el sábado, dentro de cuatro días. Para entonces, la cifra de muertos probables por el tsunami superará probablemente los 10.000. Como toda compañía que no se dedica al crimen, Statoil tiene perfecto derecho a la publicidad. Veremos si a la discreción también.

sábado, 5 de marzo de 2011

El síndrome de Audi



Durante años, al menos en los últimos veinte, esperar el lanzamiento de un nuevo modelo de Audi no debía ser menos anhelado por quienes disponían del dinero para adquirirlo, de lo que lo era en las agencias de publicidad, donde cada uno de sus anuncios era recibido como una señal de que otro mundo era posible, y no específicamente el que Audi vendía a cambio de cada una de sus obras maestras de treinta segundos de duración. Lo que Audi ofrecía, a través de su agencia barcelonesa Tandem DDB Needham, era más valioso: una pregunta para cada uno de quienes pugnaban sus días en crear ideas para clientes infinitamente menos agraciados, con presupuestos que no pagarían uno solo de los aros del logo de Audi, acaso en un entorno laboral menos propicio a la sutileza. A fuerza de insistir, para quienes trabajábamos en los departamentos creativos, Audi pasó de ser una marca de coches de lujo a una forma de contar las cosas, en la que lo contundente no desdeñaba lo poético, y la inteligencia afinadísima, la legibilidad. Uno fracasó cada uno de sus días tratando de aplicar esa ambición a cuantos clientes pasaran por mis manos. Y cada uno de esos días, Audi seguía ahí para proporcionar, como un salvavidas, la pregunta: ¿es necesario tener el mejor producto posible para hacer el mejor anuncio posible? Y mientras la propia naturaleza de este trabajo sugería la respuesta, Audi amparaba otras: sí, puede contarse tecnología con objetos sin brillo, rodados para semejar tristes. Puede contarse con hilanderas. Con puertas de garaje. Puede contarse sin mostrar un solo segundo de coche en movimiento. Y puede contarse con Stendhal. La gran cultura, incluso la cultura básica, frecuentemente tiene en las agencias estatus de elitismo, en la correctísima asunción de que no cabe esperar del público del anuncio más sensibilidad, o solo más conocimiento, del que tiene quien juzga la idea en los despachos de la agencia o del anunciante. Y que son mero logro del abandono de cualquier intento de reivindicar una cultura humanista, de la sustitución de la literatura por la autoayuda, del empobrecimiento del lenguaje, de la sustitución de la idea por el eslogan, de la boba primacía de la imagen en una sociedad solo funcionalmente alfabeta. La publicidad no está aquí para educar a nadie, ni para hacer a la sociedad mejor mientras se palpa la cartera, pero como demuestran esas otras ramas de la publicidad engañosa que son la política y la economía, nunca sabremos cuán debe una idea a la forma de presentarse en público, cuán carga el marketing con pesos torvos que acaso no estaba destinada a cargar. Solo por eso, por sacar de esas alforjas lo que nadie espera ya de un anuncio, Audi dignifica este negocio y lo que éste podría hacer por la sociedad a la que vino a vender cosas que uno abandonará algún día.

De los dueños del cerrojo


Parte no escasa de la fortuna o desdicha de un anuncio radica en la capacidad del anunciante de ignorar toda la información que posee y que de ninguna manera puede caber en una página. Generalmente al anunciante le basta con poner en el anuncio lo que él querría ver, y así la mediocridad de su artefacto es, a sus ojos, el mínimo precio por dar al público justo lo que, por su bien, le conviene saber. Quizá porque la valentía no es una moneda consentida en sus calles, el gobierno de Bahrein viene empleándola en sus anuncios, puntualmente asomados a The Economist en los últimos meses, en metáforas a las que poco miedo demuestran tener, quizá porque un maletín con cerrojo es una imagen poderosa en manos de tus enemigos… solo si crees en ellos lo suficiente para temer su lectura tan obvia. También el público decide si dejar volar o constreñir su interpretación del mundo, y la generosidad del anunciante y la de quien asiste a su anuncio eran una cosa ayer y han resultado otra distinta hoy. Impreso justo detrás de la portada del 5.2 en que unos manifestantes enarbolan una bandera de Egipto durante las revueltas previas a la caída de mubarak, y a apenas 20 días de que en las calles de la capital de Bahrein, Manama, decenas de miles de personas pidieran la sustitución de la monarquía por un régimen constitucional, lo que fuera aprobado para pedir inversiones, se lee como uno de esos raros ejemplos de publicidad que acaba pareciendo un editorial, o una imagen de la represión policial que muy pronto iba a dejar muertos en las calles, y a poner en el centro de ese color rojo, el medio centenar de presos de conciencia, justo tras los cerrojos del dinero traído de todo el mundo en maletines similares.

viernes, 4 de marzo de 2011

Henry Qué


Si el entrecomillado ha encontrado, en las solapas de los libros y su encarnación como anuncio, su hueco como pedestal, a la cita –ecos de Maupassant, Bradbury, James- poco le importa haber levantado estatuas que nadie reconoce. Quienes lean a Maupassant, Bradbury, James muy raramente se asomarán a libros como el de kate morton o a cosa alguna que publique la editorial en cuestión. Y viceversa: quienes crean que leer consiste en abrir un libro de la sra. morton, de j.r. ward o de césar Vidal ni por asomo han de saber quién fuera Maupassant, Bradbury o James. La pastilla que señala su quinta edición ya, cuenta eso que la editorial con gusto imprimiría –que para leer a los citados, ha de bastar leer a morton.

Cuando la radiografía es un espejo


(a partir de material de junio de 2009)
La facultad de decodificar la capacidad ajena acaso esté relacionada con la que debiera permitir sopesar adecuadamente la propia. Para juzgar un cochinillo, un traje, una novela o la belleza, esto es irrelevante, porque su virtud respectiva consiste en la subjetividad –quitando ciertas nociones básicas (que el cochinillo no huela mal, que el traje no sea rosa, que la novela no sea un listín telefónico o tu novia un mastín), el juicio no lo es sobre una expectativa ajustada, medible. Cien trajes, cien cochinillos, cien novelas, cien novias, podrán ser excelentes siendo distintas, incluso opuestas.
El dinero, en cambio, es solo uno, su valor, milimétricamente exacto. No pasa por el gusto o la sensibilidad, sino por esa fisonomía estricta hecha de la cotización, las auditorias, los bancos centrales. Lo que uno opine sobre su dinero es menos peligroso que lo que uno sepa de él. Así que juzgar la capacidad ajena de gestionarlo bien convendría fuera simétricamente ligada a la capacidad propia de apreciar lo que cuesta ganarlo y perderlo. Si la política fuera juzgada como el dinero, nos iría mejor. Pero votamos como miramos un traje, una novela, una novia. Con que nos guste a nosotros, basta.
Que empresas como la del anuncio acaben sus días debiendo dinero a sus inversores y no solo a los medios que los publican, solo se explica en esa forma de la ignorancia que consiste en renunciar a entender lo propio para mejor confiar en lo ajeno. Donde “confiar” no es, por supuesto, “entender”. Tampoco se entiende la publicidad, pero cabe pensar que se confié en ella. Porque nadie que cumpla las dos condiciones básicas del inversor -tener dinero y saber leer- puede dejar de encontrar sospechoso el patetismo de arenga o la guinda beatífica que cuenta ese sello en la parte superior derecha. Nadie toca nunca el dinero que mueve de aquí para allá, y quizá por eso es más fácil contarlo que entender su valor, a lo que no poco contribuye el supermercado bancario de productos financieros que todos compramos pero nadie entiende, como si la prueba de su solidez fuera que nuestro dinero siga ahí cada día. En esos casos uno no necesita fiar a la publicidad, porque basta con hacerlo a los nombres de las empresas y lo que las cotizaciones dicen de ellas. Dado lo poco que ha costado hacer dinero en este país en los últimos tiempos, a resguardo de ese principio de lo inmobiliario que dice que lo que vale 1 mañana valdrá 2, es casi natural ceder al impulso de revalorización inexplicable frente al más cuerdo instinto de supervivencia que cabría esperar alertara una oferta financiera a cobijo de sí misma y no de la CNMV. Se llama temeridad financiera, y es solo una de la formas en que nos desenvolvemos a diario.
Más patética es la vulnerabilidad a la publicidad que tan explícitamente va pidiendo a gritos que se la ignore, o se la tema. Solo llamar “Informe 16” a lo que es pura promesa henchida de patriotismo y tópico financiero, alerta del escaso pudor en mentir en público lo que, a puerta cerrada, no puede ser mejor, más fiable, acaso siquiera más sensato. Qué quepa en un anuncio es tema antiguo, y la forma en que cada elemento modifica la información que contiene el resto es el arte del puzzle sin modelo claro. Posar en la página izquierda con una promesa de rentabilidad a la inversión tiene una relación ambigua con hacerlo en la página derecha con aquellos que, patronal mediante, son corresponsables, en la dificultad de despedirlos, de que la rentabilidad de una compañía no sea la que podría. Tenemos así uno de esos anuncios bizcos en el que cada parte del anuncio mira a públicos distintos y acaso incompatibles entre sí. Así, “Comprometidos con el empleo” es lo último que quiere escuchar el que viene de leer “rentabilidad garantizada del 8%”. Pero al revés, justo aquella es la frase encargada de aplacar el más que presunto bizquear del departamento económico gubernamental que haya de validar una oferta de pagares corporativos sin auditoria existente. La inusual doble página en estos tiempos famélicos de publicidad en prensa se dirige, a la vez, a un tercer público: el de los dueños del periódico, que muy probablemente llenarían, de no ocuparlas quien las paga, esas dos páginas con no poca chanza acerca de esa mancha amarilla ubicada en la parte superior derecha. Invierte César en lo que es suyo, y raro ha de ver un consejo de administración bajo los auspicios de Nuestra señora del perpetuo socorro, pues inquieta imaginar que el acto de fe que es invertir vaya de la mano -de la mano de los gestores- de esa otra fe que guía las decisiones en la posibilidad del milagro o acaso, sugerido por el propio historial del fundador, en la bondad del suplicio como camino de redención. Cuenta, así, finalmente el anuncio ese derecho de propietario, tan frecuente: que lo que en él aparezca haya de gustarme a mí, y sólo después a quien ha de pararse a leerlo, estupefacto.

miércoles, 2 de marzo de 2011

orwell de blanco




Michael Radford no dirigiría su versión para cine hasta mediados de ese año, asi que lo que hizo Apple en 1983 fue recrear simultáneamente una distopia –la que escribiera Orwell- y apostar por una utopía –que la memoria del espectador almacenara la parábola sobre la que se sustentaba el lanzamiento de su primer Macintosh. Dirigido por Ridley Scott, el anuncio es un clásico, y un ejemplo espléndido de guión adaptado que no naufraga al aparecer el logo que patrocina la adaptación. Como en el festival anual que en Dublín celebra el día de Ulises Bloom sin que nadie declare haberlo leído, Orwell era una presencia opcional en el momento de asistir al anuncio en 1984, y hoy tampoco necesitamos verlo como lo que ha acabado simbolizando, sin pretenderlo: una andanada creativa contra el gigante unificador que por entonces aún no era Microsoft.
Lo que Motorola ha hecho, veintiséis años después, es aún más valiente. Contando a Orwell cuenta a Apple, y la metáfora elegida es tan brillante como ambiciosa: que la marca que se postuló para liberarnos de la corriente dominante haya crecido hasta convertirse en otra marca dominante, es menos cierto que contable. Pero el símil funciona, y que funcione en parcelas de la realidad de 30 segundos de duración es todo lo que necesita. Eso y Youtube. Porque dudosamente quienes se vieron reflejados en lo que Macintosh suponía en 1984 son quienes entran estos días en una tienda para llevarse una tableta de Motorola. También, claro, porque, con 20 o 50 años, nadie que haya usado Mac volverá jamás a pc. La referencia a Apple ya no necesita entenderse en directo, durante el tiempo que dura el anuncio, dado que Youtube funciona como un servicio postventa. Y con su metáfora ocurre lo mismo: aunque su mayor apuesta fuera cierta fuera de los anuncios –el tintado de un mundo en el blanco Apple- la arquitectura Macintosh, física y mental, sigue siendo la de David frente a Goliat. Si Motorola, como otros, camuflan mejor hoy su condición de blanco obvio tiene más que ver con la miniaturización de sus pantallas que con la puntería del martillo. O la cualificación con la que el público asiste a todo esto.