viernes, 4 de marzo de 2011

Cuando la radiografía es un espejo


(a partir de material de junio de 2009)
La facultad de decodificar la capacidad ajena acaso esté relacionada con la que debiera permitir sopesar adecuadamente la propia. Para juzgar un cochinillo, un traje, una novela o la belleza, esto es irrelevante, porque su virtud respectiva consiste en la subjetividad –quitando ciertas nociones básicas (que el cochinillo no huela mal, que el traje no sea rosa, que la novela no sea un listín telefónico o tu novia un mastín), el juicio no lo es sobre una expectativa ajustada, medible. Cien trajes, cien cochinillos, cien novelas, cien novias, podrán ser excelentes siendo distintas, incluso opuestas.
El dinero, en cambio, es solo uno, su valor, milimétricamente exacto. No pasa por el gusto o la sensibilidad, sino por esa fisonomía estricta hecha de la cotización, las auditorias, los bancos centrales. Lo que uno opine sobre su dinero es menos peligroso que lo que uno sepa de él. Así que juzgar la capacidad ajena de gestionarlo bien convendría fuera simétricamente ligada a la capacidad propia de apreciar lo que cuesta ganarlo y perderlo. Si la política fuera juzgada como el dinero, nos iría mejor. Pero votamos como miramos un traje, una novela, una novia. Con que nos guste a nosotros, basta.
Que empresas como la del anuncio acaben sus días debiendo dinero a sus inversores y no solo a los medios que los publican, solo se explica en esa forma de la ignorancia que consiste en renunciar a entender lo propio para mejor confiar en lo ajeno. Donde “confiar” no es, por supuesto, “entender”. Tampoco se entiende la publicidad, pero cabe pensar que se confié en ella. Porque nadie que cumpla las dos condiciones básicas del inversor -tener dinero y saber leer- puede dejar de encontrar sospechoso el patetismo de arenga o la guinda beatífica que cuenta ese sello en la parte superior derecha. Nadie toca nunca el dinero que mueve de aquí para allá, y quizá por eso es más fácil contarlo que entender su valor, a lo que no poco contribuye el supermercado bancario de productos financieros que todos compramos pero nadie entiende, como si la prueba de su solidez fuera que nuestro dinero siga ahí cada día. En esos casos uno no necesita fiar a la publicidad, porque basta con hacerlo a los nombres de las empresas y lo que las cotizaciones dicen de ellas. Dado lo poco que ha costado hacer dinero en este país en los últimos tiempos, a resguardo de ese principio de lo inmobiliario que dice que lo que vale 1 mañana valdrá 2, es casi natural ceder al impulso de revalorización inexplicable frente al más cuerdo instinto de supervivencia que cabría esperar alertara una oferta financiera a cobijo de sí misma y no de la CNMV. Se llama temeridad financiera, y es solo una de la formas en que nos desenvolvemos a diario.
Más patética es la vulnerabilidad a la publicidad que tan explícitamente va pidiendo a gritos que se la ignore, o se la tema. Solo llamar “Informe 16” a lo que es pura promesa henchida de patriotismo y tópico financiero, alerta del escaso pudor en mentir en público lo que, a puerta cerrada, no puede ser mejor, más fiable, acaso siquiera más sensato. Qué quepa en un anuncio es tema antiguo, y la forma en que cada elemento modifica la información que contiene el resto es el arte del puzzle sin modelo claro. Posar en la página izquierda con una promesa de rentabilidad a la inversión tiene una relación ambigua con hacerlo en la página derecha con aquellos que, patronal mediante, son corresponsables, en la dificultad de despedirlos, de que la rentabilidad de una compañía no sea la que podría. Tenemos así uno de esos anuncios bizcos en el que cada parte del anuncio mira a públicos distintos y acaso incompatibles entre sí. Así, “Comprometidos con el empleo” es lo último que quiere escuchar el que viene de leer “rentabilidad garantizada del 8%”. Pero al revés, justo aquella es la frase encargada de aplacar el más que presunto bizquear del departamento económico gubernamental que haya de validar una oferta de pagares corporativos sin auditoria existente. La inusual doble página en estos tiempos famélicos de publicidad en prensa se dirige, a la vez, a un tercer público: el de los dueños del periódico, que muy probablemente llenarían, de no ocuparlas quien las paga, esas dos páginas con no poca chanza acerca de esa mancha amarilla ubicada en la parte superior derecha. Invierte César en lo que es suyo, y raro ha de ver un consejo de administración bajo los auspicios de Nuestra señora del perpetuo socorro, pues inquieta imaginar que el acto de fe que es invertir vaya de la mano -de la mano de los gestores- de esa otra fe que guía las decisiones en la posibilidad del milagro o acaso, sugerido por el propio historial del fundador, en la bondad del suplicio como camino de redención. Cuenta, así, finalmente el anuncio ese derecho de propietario, tan frecuente: que lo que en él aparezca haya de gustarme a mí, y sólo después a quien ha de pararse a leerlo, estupefacto.

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