miércoles, 9 de abril de 2014

habrá alguien más bello que yo




La publicidad sufre cuando habla de la calidad de los espejos o de cómo debieras mirarte en ellos. Y detrás de éstos, sufre el anunciante que se expone a que la sugerencia se vuelva contra él, que antes y después de lanzar el guante, siquiera sea tan galantemente como aquí, se habrá refugiado en lo que necesita para vender: convencerte de que nunca fuiste más bello que cuando renunciaste a usar lo que oferta la competencia. Convocar la honestidad –que no necesitas la promesa porque lo que eres lo eres sin nada de lo que te venden para lograrlo- es una apuesta osada porque la publicidad vive de lo contrario. Y quienes la contemplan a ambos lados –cliente y consumidor- también. Esta es la verdad más peculiar: que aún más que el cliente que lo financia, quien más necesita creer en las promesas es quien no es capaz de vivir sin ellas, quien vive, sino para ellas, junto a ellas, en el mismo pacto con la ficción que preside nuestras relaciones con buena parte del mundo. Qué si no eso es la fe de quienes participan en el experimento por creer que un simple parche puede hacerte más bello, más feliz, más a gusto dentro de tu piel mientras el mundo trabaja afanosamente en ser más feo cada segundo.

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