Eso se perdió con el auge de la televisión primero y con Internet
después. La brevedad de lo que podía ser asimilado por un consumidor abrumado
por la velocidad y la enormidad de la oferta pronto escogió la banalidad del
resumen o su apogeo, la imagen como editorial, frente a la complejidad o la explicación
del mundo como pregunta. Y posiblemente no tenía elección o las audiencias
habrían impuesto otro criterio. En los despachos donde se juzgaba la imagen de
una compañía se decidió que al consumidor no le interesaba la publicidad y que,
en justo pago, ésta no tenía porqué fingirse interesado en la inteligencia del
consumidor.
El reduccionismo trajo consigo cierta justicia poética,
pues la invisibilidad de la publicidad –que es su puerilidad abrumadora- vino
patrocinada por… la misma publicidad que durante décadas financió la deriva de
la atención del público hacia formatos progresivamente más irrelevantes, más
fugaces, más innecesarios. Lo que la televisión e Internet hacían lentamente
por la jibarización de la atención del lector o el televidente fue
minuciosamente pagado por quienes hoy, creado el monstruo, no saben cómo
hablarle, qué hacer para que atienda.
Paradójicamente, es exactamente lo que Bernbach creó: una
forma de insertar la publicidad en los medios que imitará el tono y contenido
de la información entre la que se insertaba el anuncio. En 1960 consistía en insertar
inteligencia. Hoy, solo más balbuceo visual lleno de ruido y furia, que, como
el cuento contado por un idiota, en Macbeth, nada significa.
Bernbach dejó libros llenos de su logro. Y pocos habrán
reproducido con más fidelidad y gusto permanente su lección que Toni Segarra
allí donde ha pasado, de Contrapunto a Delvico, y de ahí a SCPF. El epicentro
de su magnífico trabajo, que como en Bernbach es el de quienes le rodean, es
tan simple como osado: creer que la razón por la que alguien se sienta delante
de la televisión o abre un periódico es ser asombrado, enseñado, mejorado,
tanto como pueda buscar ser entretenido o distraído de los problemas diarios. Que
si el consumidor desdeña la publicidad es por hastío y no por rechazo fundado
en razones objetivas.
También aquí la conexión con Bernbach, pues la publicidad
raramente puede ser rechazada como objeto aislado si su integración en el medio
es la adecuada. Se dirá que justo eso es el objetivo de la publicidad que nutre
programas idiotas y periódicos indignos de ese nombre: asimilarse a lo
patrocinado. Solo que la invisibilidad, como la presencia sólidamente
arraigada, también está en la calidad de la atención que genera. Las moscas
podrían ser de oro al posarse sobre la mierda y no por eso alguien se acercaría
a mirarlas.
Inserto en medio del texto, se lee “Lamentablemente, lo que puedes leer en este anuncio sigue siendo
apenas palabras, las palabras seductoras y amables de la publicidad” –Y lo
que, en otros anunciantes, sería solo la prueba de que no han leído su propio
anuncio, en uno firmado por la agencia de Toni Segarra es aún más asombroso,
pues habla de la convicción que una agencia pueda trasladar a un anunciante para
hacer justo lo contrario de lo que hacen todos: no dar, sino pedir. Pedir
atención. O lo que es lo mismo, respeto a lo que se promete. Es decir, credibilidad.
Es una apuesta osada que tiene su más ajustada explicación
en la primera frase del anuncio –“Vamos a
ser claros”. Pues todo lo que viene a continuación –desde la imagen a la
longitud del texto- contradice lo que para el resto de la publicidad significa
eso. Claridad, claridad –resuena en los despachos donde se decide la suerte de
ideas en todo el mundo. Pidiendo en realidad invisibilidad, lo logran: pasan
meses hasta que uno advierte que El País imprime publicidad entre noticias.
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