martes, 1 de mayo de 2012

we tried smarter

Una forma de entender la revolución creativa adscrita en torno al nombre Bill Bernbach en la publicidad norteamericana en la década de los sesenta es considerar la relación de la publicidad con quien había de exponerse a ella como un pacto de interés mutuo, algo que comprometía a ambas partes: a la publicidad, a tratar al lector como un ser adulto dotado de inteligencia, y a éste, a tratar a los anuncios con respeto proporcional. Es decir, con la atención que nos merece siempre algo que no nos prejuzga de idiotas solo porque viene a pedirnos dinero.

Eso se perdió con el auge de la televisión primero y con Internet después. La brevedad de lo que podía ser asimilado por un consumidor abrumado por la velocidad y la enormidad de la oferta pronto escogió la banalidad del resumen o su apogeo, la imagen como editorial, frente a la complejidad o la explicación del mundo como pregunta. Y posiblemente no tenía elección o las audiencias habrían impuesto otro criterio. En los despachos donde se juzgaba la imagen de una compañía se decidió que al consumidor no le interesaba la publicidad y que, en justo pago, ésta no tenía porqué fingirse interesado en la inteligencia del consumidor.

El reduccionismo trajo consigo cierta justicia poética, pues la invisibilidad de la publicidad –que es su puerilidad abrumadora- vino patrocinada por… la misma publicidad que durante décadas financió la deriva de la atención del público hacia formatos progresivamente más irrelevantes, más fugaces, más innecesarios. Lo que la televisión e Internet hacían lentamente por la jibarización de la atención del lector o el televidente fue minuciosamente pagado por quienes hoy, creado el monstruo, no saben cómo hablarle, qué hacer para que atienda.
Paradójicamente, es exactamente lo que Bernbach creó: una forma de insertar la publicidad en los medios que imitará el tono y contenido de la información entre la que se insertaba el anuncio. En 1960 consistía en insertar inteligencia. Hoy, solo más balbuceo visual lleno de ruido y furia, que, como el cuento contado por un idiota, en Macbeth, nada significa.
Bernbach dejó libros llenos de su logro. Y pocos habrán reproducido con más fidelidad y gusto permanente su lección que Toni Segarra allí donde ha pasado, de Contrapunto a Delvico, y de ahí a SCPF. El epicentro de su magnífico trabajo, que como en Bernbach es el de quienes le rodean, es tan simple como osado: creer que la razón por la que alguien se sienta delante de la televisión o abre un periódico es ser asombrado, enseñado, mejorado, tanto como pueda buscar ser entretenido o distraído de los problemas diarios. Que si el consumidor desdeña la publicidad es por hastío y no por rechazo fundado en razones objetivas.
También aquí la conexión con Bernbach, pues la publicidad raramente puede ser rechazada como objeto aislado si su integración en el medio es la adecuada. Se dirá que justo eso es el objetivo de la publicidad que nutre programas idiotas y periódicos indignos de ese nombre: asimilarse a lo patrocinado. Solo que la invisibilidad, como la presencia sólidamente arraigada, también está en la calidad de la atención que genera. Las moscas podrían ser de oro al posarse sobre la mierda y no por eso alguien se acercaría a mirarlas.
Inserto en medio del texto, se lee “Lamentablemente, lo que puedes leer en este anuncio sigue siendo apenas palabras, las palabras seductoras y amables de la publicidad” –Y lo que, en otros anunciantes, sería solo la prueba de que no han leído su propio anuncio, en uno firmado por la agencia de Toni Segarra es aún más asombroso, pues habla de la convicción que una agencia pueda trasladar a un anunciante para hacer justo lo contrario de lo que hacen todos: no dar, sino pedir. Pedir atención. O lo que es lo mismo, respeto a lo que se promete. Es decir, credibilidad.
Es una apuesta osada que tiene su más ajustada explicación en la primera frase del anuncio –“Vamos a ser claros”. Pues todo lo que viene a continuación –desde la imagen a la longitud del texto- contradice lo que para el resto de la publicidad significa eso. Claridad, claridad –resuena en los despachos donde se decide la suerte de ideas en todo el mundo. Pidiendo en realidad invisibilidad, lo logran: pasan meses hasta que uno advierte que El País imprime publicidad entre noticias.  

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