Aún hoy se imprimen anuncios que simulan -ingenuos ellos- la cantidad de texto que cabría esperar de una página del periódico al que pagan por camuflarse. Hacer publicidad que no lo parezca se basa en un principio verosímil -nadie compra un diario para ver anuncios- que embosca uno que lo es aún más -un anuncio que no sabe serlo, por cobarde, pueril o incapaz de decir lo que necesita decir de forma atractiva- no tiene más remedio que pretender ser otra cosa. En política sucede constantemente.
Una marca que finge no serlo tiene en anuncios como éste el más extraño reverso: un anunciante que apoya una medida aparentemente contraria a sus intereses -el control paterno de lo que Instagram oferta- es forzado a ser impreso solo si añade esa frase ignominiosa -éste es un anuncio político. Las marcas -algunas- han convertido en mensaje rentable su responsabilidad social corporativa. Y quizá es eso lo que penaliza el periódico que lo imprime: que no es un mensaje comercial sino institucional. El papel de la publicidad se ha degradado tanto -con gran esfuerzo por su parte- que un medio ya no sabe que eso -insertar tu mensaje en una prioridad pública- no es propaganda sino publicidad. Para ser propaganda el anuncio tendría que firmarlo una institución religiosa o un partido político. La advertencia patética que la marca se ve forzada a añadir es una señal de alerta al lector. Le dice que el mensaje no es mediocre o irrelevante como de costumbre, como se espera de un anuncio. Y que eso podría hacerlo especialmente sospechoso. Hay, así, dos menores de edad en ésta página.
No hay comentarios:
Publicar un comentario