viernes, 25 de septiembre de 2009

sopa de aleta de memoria


El anuncio emerge veinticinco años después de que lo hiciera la película en que se inspira. Y alguno justo antes de que la crisis de las punto.com arrastrará al fondo a no pocos de sus nadadores en 2000. La recurrencia a los símbolos que pavimentan la sociedad que nos toca vivir es tentadora y natural entre dos medios tan próximos en sus mecanismos, promesas y premios fugaces como sean publicidad y cine. Interesa en este caso la confianza del anunciante en la precisión de la memoria, en su pervivencia. Dos décadas y media después de la exposición al fenómeno tiburón, la imitación perfecta del cartel es un acto de generosidad publicitaria que afirma que las cosas perduran, que el vértigo contemporáneo no borra del todo lo que quisimos, lo que nos atrajo. Si supiera cómo, cada anuncio estaría conectado a lo que acabas de hacer, querer, soñar. No puede porque nada puede. Así, la publicidad, que vive de reescribir sobre deseos que apenas acabamos de emplear, lo hace aquí a través de esa cortina etérea y tan escasamente comercial: el mundo que tuvimos. Uno presentó a Cervantes una vez, inmerso en un anuncio de Iberia, y el hasta hace nada consejero delegado nos dijo, mientras lo amputaba del todo, que era antiguo. Esa diferencia es cultural y es de fe. No teme tanto hacer viajar lejos a quien mira el anuncio, cuanto hacerle viajar. La memoria y sus posibilidades de ralentizar el ritmo al que perdemos, también está en gestos pueriles como ese, que para anunciar algo de breve vida pugna por separarlo de nada perdurable.

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