

Los símbolos también están ahí fuera para contaminarse mutuamente, para ceder y captar significados. Con suerte, para crecer en valor. Sin ella, para ver minimizado, adulterado, abaratado lo que transportaba. Cuando es un muñeco michelín o un cowboy, será probablemente irrelevante en casi todos los casos. Portar vidas perdidas es más delicado y ubicar la imagen que las representa en un anuncio que pretende venderte algo es apostar fuerte, por la gloria o la vergüenza. El instinto de supervivencia se activa rápido ante la inminencia del desastre, y acaso eso explique que, en oposición a todos los usos idiotas que el periodismo haya hecho de la tragedia de las torres gemelas, la publicidad, que tiene menos espacio para camuflar el sinsentido, apenas haya rozado, prudentemente, la exhibición de cualquier símbolo que recuerde a las torres ardiendo. Hay excepciones que se merecen llegar hasta esa puerta, y clamar crímenes mayores e impunes como lo sean el genocidio contra los bosques y el asesinato premeditado de millones de fumadores exhiben esa cualidad que todo símbolo realmente valioso pronunciaría si pudiera hablar: que aquello en lo que me convertisteis sirva, impreso en un anuncio, para no volver a aparecer en la portada de un periódico. Como sabe cualquiera que los lea, es un ruego en vano, por supuesto.