jueves, 23 de septiembre de 2010

Bienaventurados los que se asoman


Entre los méritos de sus representantes, está el que la palabra “dios”, cuando nombrando a un dirigente del colectivo que sea, semeje sinónimo de absolutismo e intransigencia. No ha de ser lo mismo liderar un laboratorio o una cátedra de física, que regir los destinos de un teatro o un partido político, donde la aptitud para el cargo tiene que ver menos con conocimientos exigibles que con una mezcla de talante, sensibilidad o agenda de contactos. La omnisciencia no es, en cualquier caso, recíproca: un dios puede dirigir los destinos de unos cuantos –los que trabajan con/para él, y los que acaban comprando el producto de su trabajo- y sin embargo, éstos últimos –el público- desconocer la identidad y las facciones del sumo hacedor.
Hay que suponer que, pues el del centro es Alex Rigola, sus apóstoles sean personal del Lluire, que dirigirá este año por última vez. ¿Qué porcentaje de población sabe eso? El trabajo de Rigola se ve esencialmente en Cataluña y, al contrario que Mario Gas o José Luis Gómez, su labor sucede sólo de este lado del escenario –el del espectador. Es arduo saber a quién tiene uno delante, y por tanto, qué valor alcanza la metáfora. Irónico, valiente, transgresor sin miedo a hacer más preguntas que a hallar respuestas, el anuncio calca así esa rareza de la publicidad: paralizado en una imagen y unos textos, es justo lo que su teatro garantiza. No habla del producto, es el producto.

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