Aspirar a
la invisibilidad es condición natural de la política, dada su condición de envase
hueco o sospechoso. Por eso la publicidad es una ventana perfecta: simultáneamente
permite el énfasis y la nada, esconde justo lo que presume, y cómo notar la
diferencia si nadie difiere. Como casi todas, las campañas del pp son minuciosamente
mediocres, es decir, minuciosamente coherentes, pura lista cerrada de ideas aún
más cerradas. Al psoe de poco le sirve tener eventualmente ideas –es decir, respetar
la inteligencia de sus presuntos votantes- dada la forma en que las malgasta, pero
algo cuenta el que en un país de audiencias orgullosamente ignorantes o indolentes,
el psoe juegue la carta de la sofisticación con un pie en el abismo de las elecciones
del domingo.
En un
entorno político y lo que es peor, también social, en el que cualquier mención
a una memoria intelectual mínimamente exigente es visto y acusado como un síntoma
de elitismo o vanidad intelectual, pedir hora a De Gaulle, a Churchill, a
Kennedy, a Luther King parea exponer cómo la sangre, el sudor y las lágrimas
también pasan por el cerebro, como lo hace decidir tu voto, es tan valiente
como desdichadamente poco creíble a estas alturas. Paradójicamente, la simulación
más verosímil –recordar las veces innumerables que hemos estado al borde del
desastre total- también es la más irreal. El público que asiste pensativo y
atento a los discursos –como si el oído contara tanto como la boca- existe solo
dentro de un anuncio. La política como ficción a sueldo ha vaciado de sentido
semejante empeño fuera de la publicidad.
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