En
un país en el que la expresión de la política más zafia halla, no solo
audiencias masivas, sino un espacio confortable en que manejarse, basado en la
proximidad con el llamado hombre común, la forma en que la fama es empleada
eventualmente, en publicidad, contradice la ley del mínimo esfuerzo que rige el
pensamiento estratégico con el que las marcas tratan de seducir a quien la mira
a base de aburrirnos. Así, en vez de descender al nivel que la atención media
haría sospechar, a veces un famoso es puesto al servicio de una idea cuya
sutileza sería considerada un desperdicio en nuestro país, pudiendo poner al
famoso que corresponda a decir sus líneas como si un anuncio solo mereciera ser
visto si parece un anuncio, y se sabe cómo acaba, a un km. de distancia. Dos
prodigios concurren en estos treinta segundos de gran publicidad: disponer de
los derechos de imagen de Monroe y de la película en que sucede la escena, y
más asombroso aún, apostar la cualidad de la idea a algo que sucede en veintisiete
de esos segundos, sin que ella aparezca. Porque no necesitas a Dafoe, y lo que
cuesta tenerle, para ese papel. Pero es justo su presencia magnífica lo que
alumbra el dispositivo. Es un triunfo del matiz, del detalle. Justo lo último
que la audiencia televisiva ofrece en su apetito de calorías mediocres.
viernes, 4 de marzo de 2016
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