A la
pregunta, no muy complicada de entender, de qué requisitos esperaban de sus
clientes los encargados de vender participaciones preferentes, puede
responderse con lo que esperaban los clientes de quienes les ponían delante
contratos de siete páginas a cambio de una firma: la misma cara sonriente, la
misma proximidad y afabilidad que hasta hace nada uno encontraba en cualquier
oficina de cajamadrid y hoy solo queda, residual por fuerza, en sus folletos. El
alma de la confianza tiene, en último extremo, una prosa matemática y los
empleados bancarios a los que cientos de miles de pequeños ahorradores, muchos
de ellos jubilados, consideraban confiables al 100% por 100% valen hoy lo que los
productos financieros que vendieran: un 0,14% de la afabilidad que usted comprara
si lo firmado fueran acciones, un 27% si la sonrisa que comprara tuviera el
aspecto formal de preferentes. En la propia esencia de las cajas de ahorro late
el cebo perfecto –la obra social- para atraer ancianos, y con ese dinero desvalido
se han construído los cientos de miles de casas que nadie puede comprar y los
millones de prisiones financieras que son hoy las acciones de bankia para quien
entrara en ellas, obligado ayer solo de una forma sutilmente menos torticera de
lo que impone hoy decidir venderlas o arriesgarse a perder aún más mañana.
Aún hoy
es posible entrar en una oficina de una caja de ahorros –pongamos ibercaja- y
al ir a abrir una cuenta corriente encontrarse con que, al mismo tiempo que se
te da a firmar el contrato, se te entrega un precontrato con las condiciones
que vas a firmar un minuto después. Sirviendo éste para que sepas qué vas a
firmar después, tan normal es que se te entregue sin tiempo para que leas nada,
como que el contrato final contenga seis veces más cláusulas que el
precontrato, esencialmente el referido a las comisiones, del que nada figura en
el doc. previo. Normal también que, añadido, se te pida firmes un doc. que
recoge tu conformidad al uso de tus datos personales. Un doc. que son dos: el
que, para ellos, permite que selecciones tu voluntad de no recibir publicidad
alguna, y el que, impreso para ti al mismo tiempo que el primero, lleva ya
seleccionada de serie la opción opuesta: tu consentimiento a recibir publicidad
por todas las vías posibles. Por si aún así no terminas de entender la relación
que une a tu dinero con tus derechos en un banco, la mesa del comercial –sonriente,
afable, cercano- está tapizada de ofertas inmobiliarias, financiadas, en tu
nombre, por ese banco para que, apenas unos años después de jurarte el valor de
ese intercambio, se te oferte como lo que es: la devaluación de la inteligencia,
el procedimiento y el porqué bancario vendido como oferta comercial. Cuando preguntas
por qué si las condiciones pactadas son unas, las que aparecen en el contrato son
otras, el comercial y su superior –que no ha tenido más remedio que venir- solo
aciertan a balbucear que podemos no firmar si no queremos.
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