No se corona el Everest sin que el diferencial de oxígeno
cause daños cerebrales a quienes permanecen arriba demasiado tiempo. En un país
de mesetas, el gusto afiebrado por el fútbol, que no necesitaba ganar un
mundial para sentirnos siempre ascendiendo, de tanta gloria como espera, se
quedó a vivir en la cima al obtenerlo en 2010, y quién no lo haría si abajo espera
la economía, la política y el civismo propios del país. Como sherpa clásico de
las sociedades adormecidas, el periodismo deportivo, que sube y baja más rápido
que nadie, vive de vender la cumbre como si fuera un salón comedor, decorado en
los tonos sobrados, de puro vanidosos, al uso. Aunque no le importe a nadie, con
ello se desperdicia la lección que más valiosamente podría aportar el deporte a
la sociedad –que no se puede ganar siempre, que a veces se pierde y por mucho,
y no por ello deja de merecer la pena jugar, sea cual sea el juego- y así, la
decepción de la ilusión se manifiesta en lamentos que no pocas veces son
insultos con forma de deuda, de factura impagada que indigna en la derrota,
como si marcar cinco goles en vez de encajarlos justificara la atención
desorbitada, hasta lo infantil, que genera. En el taxi que me lleva a casa, la
radio como un abejorro, un locutor que vive de ofertar enfáticamente la subida
a la cumbre, clama, enfadadísimo, con quienes, tras perder España 5-1,
describen las vistas que ofrece la caída en vertical. Para esto no hemos venido
–insiste. Quizá por compasión sus compañeros de emisión no le recuerdan que
este Everest lo levantó gente como él.
sábado, 14 de junio de 2014
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario