lunes, 16 de junio de 2014

mi bando y yo



Forjado en tiempos en que la administración de una población exigía, principalmente, juzgar rencillas, pleitos y derechos dudosos, la figura de un alcalde ha conservado en su fonética, en nuestro país, la sonoridad sofisticada del cencerro que no pocas veces era la causa misma con que se acudía a él. Madrid, que se quiere cosmopolita en el reclamo turístico, y rural en la gestión de sus quehaceres públicos, tiene el alcalde perfecto para llevar al cuello lo segundo mientras su eco pareciera animar a dirigirnos a lo primero. Quizá por eso lo que debería ser obvia diferencia entre lo que las leyes obligan –la legalidad de la monarquía- y lo que el eco borreguil del fervor personal sobra en una manifestación de un cargo institucional es, en el anuncio publicado ayer, el retumbar de lo último dentro del espacio que deja lo primero. Escasamente sorprendente en un ayuntamiento que alienta y bendice las manifestaciones fanáticas con que la turba eclesiástica y sus acólitos promete el infierno a quienes deseen abortar, amar a una persona del mismo sexo o casarse con ella, ilustra enésimamente la conversión de la política en algo, no regido por leyes, sino en última instancia, por sarampiones del honor, el orgullo, el patriotismo medieval, y cuanta excepción moral alumbre, dentro de sí, el cargo electo. El mismo día que se publica la carta de la alcaldesa a sí misma, en el Valle Inclán tiene lugar la presentación de un libro que recoge textos de Erwin Piscator, conocido como el fundador, o su mejor defensor, del teatro político, que es decir de la importancia pugnada del teatro como acto político capaz de obrar o sumarse a una transformación social. Rescatado en un tiempo en que la política se representa a sí misma, sin pudor, como un teatro burdo, pueril e ignorante, lo mejor que se puede decir de Piscator es que el desprecio que sentiría por la firmante del bando ha de ser recíproco. 

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