Forjado en tiempos en que la administración de una población exigía,
principalmente, juzgar rencillas, pleitos y derechos dudosos, la figura de un
alcalde ha conservado en su fonética, en nuestro país, la sonoridad sofisticada
del cencerro que no pocas veces era la causa misma con que se acudía a él. Madrid,
que se quiere cosmopolita en el reclamo turístico, y rural en la gestión de sus
quehaceres públicos, tiene el alcalde perfecto para llevar al cuello lo segundo
mientras su eco pareciera animar a dirigirnos a lo primero. Quizá por eso lo
que debería ser obvia diferencia entre lo que las leyes obligan –la legalidad
de la monarquía- y lo que el eco borreguil del fervor personal sobra en una manifestación
de un cargo institucional es, en el anuncio publicado ayer, el retumbar de lo último
dentro del espacio que deja lo primero. Escasamente sorprendente en un ayuntamiento
que alienta y bendice las manifestaciones fanáticas con que la turba eclesiástica
y sus acólitos promete el infierno a quienes deseen abortar, amar a una persona
del mismo sexo o casarse con ella, ilustra enésimamente la conversión de la política
en algo, no regido por leyes, sino en última instancia, por sarampiones del
honor, el orgullo, el patriotismo medieval, y cuanta excepción moral alumbre,
dentro de sí, el cargo electo. El mismo día que se publica la carta de la
alcaldesa a sí misma, en el Valle Inclán tiene lugar la presentación de un
libro que recoge textos de Erwin Piscator, conocido como el fundador, o su
mejor defensor, del teatro político, que es decir de la importancia pugnada del
teatro como acto político capaz de obrar o sumarse a una transformación social.
Rescatado en un tiempo en que la política se representa a sí misma, sin pudor,
como un teatro burdo, pueril e ignorante, lo mejor que se puede decir de Piscator
es que el desprecio que sentiría por la firmante del bando ha de ser recíproco.
lunes, 16 de junio de 2014
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