lunes, 15 de noviembre de 2021

Anunciación


La palabra de Dios, que en sentido estricto debe más a Gutenberg que a sus autodenominados portavoces, también participó de esa última cena de la publicidad impresa que supusieron los años ochenta y noventa en los periódicos de todo el mundo. Y en algunos casos con resurrección incluida: una vez que las campañas estadounidenses terminaban de salir en los medios, algunas, las más afortunadas, volvían a hacerlo luego en anuarios como The One Show, no por nada llamado, de hecho, La biblia.

La imposible integración del Antiguo y el Nuevo Testamento adoptó en publicidad una forma no menos singular, en el que la estricta literalidad del mensaje eclesiástico adoptó la insospechadísima forma de los juegos de palabras y la ironía magnífica de los textos de Tom Mc Elligott para la Iglesia Episcopal. En los ochenta todo parecía poder ser convertido en un anuncio y quien se preguntara acerca de los límites de esa noción, solo tenía que observar a Ronald Reagan -hueco e inane- como presidente de Estados Unidos. 

Hay una banalidad inevitable en reducir una religión a juegos de palabras. Pero la publicidad solo hace lo que sabe hacer. Y la reducción de significados venía -sigue haciéndolo- de la parte más demente de los predicadores evangélicos, anclada ya entonces al fanatismo que rige en el partido republicano. Y que en los ochenta incluía al reverendo Jerry Falwell, cuyo reactor privado recorría ocho mil kilómetros semanales para atender a su agenda de estrella de la opinión pública, que incluía definir a los homosexuales como pervertidos morales, aconsejar a sus fieles que se privaran de ver la serie Los ángeles de Charlie, o posar en pantalón corto delante de la piscina de la mansión en que vivía.

Cuando a principios de los noventa la Conferencia Episcopal -otra entidad retrógrada por vocación y delirio- decidió lanzar en nuestro país una campaña publicitaria para pedir a los fieles que votaran a su favor en la declaración de la renta, eligió también a una muy renombrada agencia que, como todas en ese tiempo, vivía de los juegos de palabras y el humor en la construcción de sus mensajes. La campaña resultante, frugal y concisa como buena marca de fábrica de la agencia, partió de un eslogan provocador -Como Dios manda- que a su vez partía, inevitablemente, de la lectura de los anuncios de Fallon Mc Elligott para la Iglesia Episcopal. 

Muchos antes de que las redes sociales corrompieran la noción, la levedad, que Italo Calvino soñara como una de las propuestas para este milenio, permitió a la publicidad hacerse cargo del mensaje y la marca que fuera, incluyendo tabaco, candidatos políticos, alcohol o religión. La credibilidad de aquellas campañas empleaba de argamasa frecuente algo que hoy, rendidos a los significados literales y el mínimo esfuerzo cognitivo, nos parece innecesario -la ironía, la recurrencia a referentes culturales, a un cierto sustrato común, del que era parte la lectura diaria de periódicos. 

La religión se integró en ese torrente expresivo porque todo lo hizo en esas décadas. Por lo mismo, el abandono de la metáfora, el ingenio y la levedad es hoy, en sus más visibles aliados, también un ejercicio de masas: socia entusiasta de dictadores y regímenes en manos de dementes, desde Brasil a Estados Unidos, de Polonia a Afganistán, la religión abandonó la concisión y potencia comprimida que permite la publicidad, pero aún ama la brevedad dado que en ella también anida más fácilmente la miseria moral, el engaño masivo y el recorte de libertades. Que muchos de ellos sean solo un anuncio, un eslogan mediocre y mentiroso como pueda ser Make America great again, no es publicidad sino su cadáver. De qué vive una religión sino de ellos.

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