miércoles, 18 de septiembre de 2013

frenar el pasado



Raramente tiene ocasión alguien de saber qué es lo último que una marca querría contar en público. Que no sea muy difícil de imaginar no resta placer al verlo publicado, aunque en vez de ocurrir dentro de un anuncio vaya fuera de él, corrigiéndolo. Que el anuncio que lo provoca sea falso pareciendo verdadero se acerca también a ese espejo similar: el que separa lo que una marca decide usar del que podría usar. Lo que permite frenar a un coche es distinto de lo que permite no hacerlo a la sociedad que lo ve pasar desde fuera. La nota de prensa de la marca condena por inadecuado tanto la muerte como la mención al nazismo. Aunque cueste no lamentar el beneficio que traería el que las prioridades que se diseñan para una máquina se aplicaran con igual rigor en la maquinaria social, hoy o hace 80 años. Si el coche se limitara a frenar delante del niño que se convertirá en hitler sin que éste estuviera en la carretera, sino al lado, eliminaría lo único inaceptable de la idea –matar a un niño- y dejaría intacto el poder del símil. Dejar vivo al niño habría mejorado la pregunta que plantea el anuncio –no el que sea posible eliminar los riesgos antes de que surjan, sino lo que es mucho más real: reconocerlos cuando aparecen. Un niño no puede ser culpable de millones de muertes, pero una sociedad sí lo es de aquellos a quienes coloca al volante de su suerte. Un niño es solo un prototipo, rara vez es culpable hasta que sus desarrolladores lo convierten en algo peor. No es un acto –matar- sino un sensor –notarlo cuando sucede- lo que necesitamos. Ni siquiera un fabricante de coches como estos está obligado a entender la diferencia. Hasta ese día, cualquiera puede ver La cinta blanca, de Haneke.  

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