Raramente tiene ocasión alguien de saber qué es lo
último que una marca querría contar en público. Que no sea muy difícil de
imaginar no resta placer al verlo publicado, aunque en vez de ocurrir dentro de
un anuncio vaya fuera de él, corrigiéndolo. Que el anuncio que lo provoca sea
falso pareciendo verdadero se acerca también a ese espejo similar: el que
separa lo que una marca decide usar del que podría usar. Lo que permite frenar
a un coche es distinto de lo que permite no hacerlo a la sociedad que lo ve
pasar desde fuera. La nota de prensa de la marca condena por inadecuado tanto
la muerte como la mención al nazismo. Aunque cueste no lamentar el beneficio
que traería el que las prioridades que se diseñan para una máquina se aplicaran
con igual rigor en la maquinaria social, hoy o hace 80 años. Si el coche se
limitara a frenar delante del niño que se convertirá en hitler sin que éste
estuviera en la carretera, sino al lado, eliminaría lo único inaceptable de la
idea –matar a un niño- y dejaría intacto el poder del símil. Dejar vivo al niño
habría mejorado la pregunta que plantea el anuncio –no el que sea posible
eliminar los riesgos antes de que surjan, sino lo que es mucho más real:
reconocerlos cuando aparecen. Un niño no puede ser culpable de millones de
muertes, pero una sociedad sí lo es de aquellos a quienes coloca al volante de
su suerte. Un niño es solo un prototipo, rara vez es culpable hasta que sus
desarrolladores lo convierten en algo peor. No es un acto –matar- sino un
sensor –notarlo cuando sucede- lo que necesitamos. Ni siquiera un fabricante de
coches como estos está obligado a entender la diferencia. Hasta ese día,
cualquiera puede ver La cinta blanca, de Haneke.
miércoles, 18 de septiembre de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario