Pasan los años, se suceden los anuncios espléndidos de Nike, y uno
desearía que sus zapatillas fuesen las peores que uno puede pagar por ese dinero.
Para que alguien, en alguna parte del mundo, pudiese entender que la ambición a
la hora de entender la publicidad solo requiere, de entrada, creer en que el
producto a vender no es el que paga el anuncio, sino el anuncio en sí. Que el resultado
de tantos anuncios idiotas, pueriles, bobalicones, cursis o presuntuosos es, fácilmente,
una marca respectiva hecha de los mismos atributos. Y que como demuestra Nike,
y sabe cualquiera que no haya corrido en su vida doscientos metros seguidos, también
ocurre con aquellas que apuestan justo por lo contrario.
lunes, 30 de septiembre de 2013
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