lunes, 30 de septiembre de 2013

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Pasan los años, se suceden los anuncios espléndidos de Nike, y uno desearía que sus zapatillas fuesen las peores que uno puede pagar por ese dinero. Para que alguien, en alguna parte del mundo, pudiese entender que la ambición a la hora de entender la publicidad solo requiere, de entrada, creer en que el producto a vender no es el que paga el anuncio, sino el anuncio en sí. Que el resultado de tantos anuncios idiotas, pueriles, bobalicones, cursis o presuntuosos es, fácilmente, una marca respectiva hecha de los mismos atributos. Y que como demuestra Nike, y sabe cualquiera que no haya corrido en su vida doscientos metros seguidos, también ocurre con aquellas que apuestan justo por lo contrario. 

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