Con la misma indiferencia con la que una
candidatura olímpica aspira a organizar una competición que gusta de enunciar
que lo importante es participar sin que eso rija en su conducta política, una
marca de coches imprimía hace unos días un anuncio que arriba honra el esfuerzo
en la derrota enésima, y abajo, firma categóricamente que o lo mejor o nada. No
hay dos líneas de salida iguales, y por eso Tokio es mejor candidatura, y no
hay dos metas que se parezcan, y por eso a nadie debería extrañar que la
candidatura española sea rechazada ante la certeza de que su concesión habría
servido para asombrar al mundo con esa competición de relevos en la que España
descolla: la que va de la corrupción empresarial a la financiación ilegal de
los partidos, la que de la ostentación a la impunidad, la que del fraude fiscal
al mínimo civismo. No es necesario advertir el patetismo con el que se intenta
camuflar la ignorancia de un lenguaje –el inglés- que el alcalde de una capital
europea debería dominar por mero amor propio para entender que el espíritu
olímpico, o su símbolo, la multiculturalidad, que se pretende representar es
una farsa más de la política nacional. Las elecciones, como la aplicación
frecuente de la labor de oposición desde ese mismo partido, se ganan en nuestro
país mediante el dopaje más descarado: el de la interferencia de sustancias
mafiosas –los casinos proyectados en alcorcón-, reaccionarias –la iglesia
local-, o directamente delictivas –la trama que hilvana el soborno empresarial con
la financiación explícita del partido político que ostenta el poder. No es lo
mismo necesitar unos juegos olímpicos que merecerlos. Si no se logran es porque
por cada presentación cada cuatro años que aspira a lo primero, hay una diaria
que pugna lo segundo. Qué si no medallas al sinsentido permanente cuelgan de
nuestros representantes institucionales donde van.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
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