domingo, 31 de octubre de 2021

lo que veo, está


En julio de 2008 aún existían posibilidades de que el partido republicano estadounidense permaneciera anclado en la cordura. Pero John Mc Cain perdió las elecciones de noviembre de ese año y el siguiente candidato con opciones a ganar era ya Trump ocho años más tarde. A cambio, Estados Unidos obtuvo durante dos legislaturas a uno de sus mejores presidentes de la historia, al menos en términos de sensatez e inteligencia. Pero cuando esta portada fue publicada, Trump estaba ya ahí, dentro de ella.

La ironía magnífica y sutil que posee The New Yorker aún podía encontrarse en los anaqueles de alguna librería en Lousiana en ese tiempo. Pero la inteligencia y la decencia más elementales habían abandonado a quienes, en ese estado y en otros como Texas, Giorgia, Alaska, Minnesota o Florida, votaban ya a dementes como Rick Perry, Michelle Bachmann, Newt Gingrich o Sarah Palin, de los que Ted Cruz es heredero directo. 

Difundidos por estos y otros canallas, el bulo que adjudicaba a Obama la filiación musulmana aprovechaba torvamente que su apellido fuese también, infamemente, el del terrorista que impulsara el atentado contra las torres gemelas siete años antes. Fue el propio Mc Cain quien, en un programa de televisión, rebatiera durante la campaña los insultos proferidos por uno de los espectadores, diciendo que Obama era un hombre decente.

Esto, que sería impensable hoy en las cloacas en que se ha convertido el entorno natural del pensamiento político republicano, vio publicar la portada de The New Yorker en 2008 como una prueba de que hasta la más representativa de las publicaciones liberales y progresistas localizables en la costa Este reconocía la verdad en el bulo. 

Dejar de leer o leer solo a idiotas desquiciados crea antes o después la incapacidad para apreciar la ironía. Y no es casualidad que ese sea justo uno de los rasgos -la aversión al humor sutil y satírico- que más temen los totalitarismos. Quien dibujara la portada debía saber, como quien la aceptara, que el simbolismo cómico, y el criticismo que contiene, es tanto un arma para quienes compran la revista, como un cebo que los majaderos tampoco dejarán pasar.

Como sucede con el diseño del envoltorio de todo producto, una portada es el anuncio de una revista, y la apuesta de una publicación progresista pudo haberles salido caro si el dibujo hubiera alimentado el rumor hasta hacerlo imposible de refutar. Quien fracasa incapaz de leer la ironía en una revista, antes o después lo hace delante de un eslogan político vacuo y de candidatos peligrosos. La lectura literal no es lectura sino rendición. Y quienes se rinden tan fácilmente siempre encuentran quien se ofrezca a sojuzgarlos.

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